La desaparecida casa de la posada

Imagen de Chema García Domínguez

Para el regreso desde la Plaza de Ferroviarios hacia el Paseo del Arco de Ladrillo, en busca de la Avenida de Madrid, nos encontramos con este inmueble esquinado al citado paseo y a la calle Arco, donde se sitúa la puerta de entrada a las viviendas.
La fachada principal, una de las tres de este complejo, se exhibe para la contemplación del curioso observador en el norte. Desde la misma calle Arco, transitando hacia la entrada de las caballerizas, tenemos ocasión de observar la fachada orientada hacia el poniente. Caminando en el otro sentido hasta el final de la calle, llegamos al Paseo Arco de Ladrillo, donde se ubica la fachada este. Las tres fachadas son dignas de observación y contemplación, y para especialistas es posible que haya sido contenido de estudio.

La fachada principal. El norte

Tanto para viandantes como para conductores, la esquina es el primer elemento arquitectónico que llama la atención, y puede que estimule la curiosidad. Se trata de una columna caliza coronada por una superposición de placas formando una plataforma donde se instaló una esfera. Todo este conjunto era elemento necesario para facilitar el giro a los carruajes a la calle Arco que hasta los años 50 transitaban por el portillo en busca de la trasera.
El monolito en cuestión es una estructura adosada al edificio, pero forma parte del inmueble, constituyendo el quicio del portillo.
En la parte de los pisos, la casa pierde la homogeneidad de la caliza, y aparece una estructura jalonada alternativamente en sus extremos con entrantes de este material, en las fachadas respectivas hasta alcanzar el alero.
Ambas plantas presentan rasgos comunes, y solo la dimensión longitud determina la diferencia. La presencia de arcos de medio punto, adintelados ambos a juego con la esquina, limitan amplios huecos para grandes ventanales cerrados por carpintería de madera de grandes dimensiones; el zócalo, compuesto por trozos de rocas calizas, está ribeteado en la parte superior por un friso corrido de adoquines compuestos del mismo material. La presencia en la parte inferior de respiraderos que aireaban las bodegas, las rejas de hierro muy bien forjadas y ajustadas a las formas de los huecos en consonancia con el estilo de la época (la llegada del ferrocarril), todo ello hace que el conjunto contenga diversidad arquitectónica dentro de un equilibrio ejemplar.
No es así en las fachadas de los pisos superiores. Los huecos aparecen en sucesión, con balcones en los extremos de la fachada, con repisa exterior, y la verja pierde exuberancia. Los huecos de las ventanas, que están dentro de una simetría axial, son diferentes entre ellas: las más alejadas del eje, acopladas en diadas, resultan estrechas y de poca altura; pierde presencia el hierro, aunque introduce formas nuevas en los barrotes; desaparece por completo el arco, y se cambia por un suave dintel que bordea cada hueco. El tejado constituye el elemento más llamativo, tanto por sus dimensiones como por la inclinación y longitud de las vertientes, que provoca que muchos identifiquen este edificio con la construcción típica del caserío vasco. El elemento común más determinante es el dintel ribeteado, que también constituye probablemente parte del sobrado.

Imagen de Chema García Domínguez

La fachada al poniente suscita mayor atractivo. Era la más recóndita y menos conocida, y el acceso constituía un obstáculo porque la “calleja” que a ella nos llevaba (hoy calle Arco) estaba preparada para el tránsito de carruajes al encuentro de la posada, entendiendo muchos que se trataba de un espacio privado. El plan de urbanización de la zona hizo posible el tránsito, y con ello el descubrimiento de la fachada desconocida en medio de un escenario del desarrollismo envolvente.
El alero sobresale del cartabón a manera de protector, y esta disposición, propia de la arquitectura popular, hace que el último piso resulte un retablo singular. Por otro lado, solo la parte superior de esta fachada guarda la simetría con su homóloga del este. Las palomillas de madera, así como el entramado del alero, nos llevan a la época de construcción de la mansión, y muestran el cuidado por el estilo en el acabado.
El conjunto es el propio de las zonas de servicio de la casa, y las chimeneas constituyen el mejor indicador de ello.
Cierran esta estampa las galería al sol del poniente con un largo balaustre que nos habla de espacios amplios, luminosos, que perdieron la vistosidad de las otras fachadas, aumentando la singularidad de esta.

Conviene saber:

En la confluencia de ríos se sitúa el origen de la ciudad, cerca del Puente Mayor, concretamente en el espacio de dos barriadas muy antiguas en el noroeste de la urbe: San Nicolás y la Rondilla, en tiempos del Conde Ansúrez.
Desde un principio, la villa está llamada a expandirse hacia el sur, bordeando el Pisuerga en busca de su desembocadura en el Duero, pasado Simancas. Durante larga época solo llegaba (((hasta))) su camino en el Campo de la Verdad, que marcaba las afueras de esta urbe, y que después sería el Campo Grande a partir del XIX.
Más allá de la Puerta del Campo, en dirección sur (a Madrid), había un gran espacio de entrada y salida a la urbe, muy transitado como correspondía a un núcleo de población en expansión continuada. El espacio que fue las afueras de la ciudad se fue poblando. Fue todo un proceso que duró hasta los años 20 y primer lustro de los 30 del siglo XX, y que continuaría pasados los 70.
Por todo ello, el ferrocarril se instalaría en los aledaños de la ciudad.
La instalación de los Talleres Generales y el Depósito de Máquinas no mermó el transporte y tránsito por caminos y cañadas, que siempre han hecho posible la comunicación originando una actividad comercial, en la que Valladolid siempre tuvo relevancia por su situación geográfica, centro de la región de Castilla la Vieja.
En este enclave histórico-geográfico ubicamos el edificio de la Posada, cuyo escenario empezó a desaparecer en el segundo lustro de los años 60, presentándosenos hoy como edificio muestra de aquellos que configuraron la época de gran expansión económica y laboral en la sociedad vallisoletana, surgida en previsión de la llegada e implantación de los Talleres de la Compañía del Norte.
Hoy, el edificio de la posada está declarado como de interés público, al igual que el cercano bloque de viviendas de la calle Puente Colgante frente a la Estación de Autobuses. Ambos son representantes de la época que estamos tratando.
Este complejo, destinado a posada, respondía con sus servicios a las demandas de gentes oriundas de localidades de la provincia, de la región e incluso de otras regiones, y que, en calidad de vendedores ambulantes, venían a la ciudad a ofrecer sus respectivos artículos y productos al mercado de Valladolid, haciendo su presencia en la ciudad según la época del año. Burros, cargados de grandes serones llenos de botijos y botijas, cazuelas y jarros eran conducidos por sus dueños, que evidenciaban al vecindario su procedencia extremeña ofertando sus novedades alfareras en los meses de verano; gentes con el mismo deje pregonaban por las calles la venta de aceituna y pimentón, que traían en cubetas a lomo de asnos desde la región de los encinares y olivares; pimentón para aliño de las aceitunas negras que tomábamos de merienda. Eran productos de la vera que transitaban la ciudad en los meses de invierno. Próximas estaban las fechas de Carnaval cuando, a lomos de mulos, hacían presencia los mieleros, que desde la Alcarria aparecían en nuestras calles a diario hasta la Semana Santa; en conjunto, daban a calles y barriadas el ambiente de una plaza de mercado, dentro de un ciclo de liturgia urbana.
La posada, la pasarela del Arco de Ladrillo y aledaños nos ofrecían la posibilidad de conocer a gentes de nuestros pueblos, que a pesar de la proximidad nos resultaban ajenos al obrero capitalino…, porque por este lugar enfilaban enormes carros de dos ruedas descomunales tirados por caballos o mulos encintados que envarados seguían la senda marcada por el arriero en su largo y lento caminar… que en estos medios de transporte traían el producto agrícola cosechado en los meses de verano (la remolacha) y acudían a la cita en los meses de invierno de la campaña azucarera.
Procedían de poblaciones situadas en el Valle de Esgueva, habían arribado a las cercanías de la posada próxima a la azucarera (hoy Parque de las Norias), siguiendo “la tapia” que también constituía el acceso idóneo después de hacer su entrada en la ciudad y llegar a Canterac, para enfilar por último el Paseo de Farnesio, formándose allí una caravana de larga espera. Por todo ello, esto era posible que la noche se echara encima, y obligado era pernoctar en la posada donde encontraban alojamiento, cobertizo para el carruaje y cuadra para el descanso del animal.
También eran frecuentes arrieros al frente de carros entoldados llenos de sillas, taburetes, bancos, banquetas de madera de pino rústica que recorrían los barrios de la ciudad pregonando su mercancía de carpinterías iscarienses. A veces coincidían con mercaderes ambulantes que llegaban a la ciudad con carros que tenían redes apropiadas. Eran los piñeros que convertían las calles en puestos de venta de piñas procedente de la Tierra de Pinares (Segovia-Valladolid); y en el mes de septiembre se ampliaban el abanico de profesionales con la presencia de ganaderos y tratantes que asistían al mercado de ganado dentro de la semana grande de la ciudad
La noche podía terminar con momentos de asueto en la cantina de este edificio. La concurrencia de gentes diversas, animaba el lugar y aseguraba el tiempo de ocio: encuentros y saludos se mezclaban con despedidas; juegos de cartas en los apartados al respecto requerían el aislamiento de las charlas, discusiones, bromas… que siempre surgen en el espacio de la barra, cuyo mostrador siempre se encontraba ocupado por porrones, decas, chatos, campanos llenos, vacíos, mediados… así se fue confirmando en el espacio de diversidad: gentes, costumbre, atavíos, lenguajes. Todo una fuente de riqueza para todos y que la posada atestigua a la ciudadanía muchos años después como huella del pasado.
Al día siguiente “el callejón” cambiaba de telón y ofrecía un espectáculo de retirada de muchos y llegadas de otros. Cada día se repetía el ritual.

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