Por José Centeno.
Escrito el 21 de abril de 2017
“Yo soy un hombre sincero de donde creeece la palma
y antes de morirme quiero echar mis veeersos del alma”.
Bajaste por última vez en el ascensor, que tantos disgustos te dio, el 21 de abril. En los años 70 te negaste a cumplir tres años de servicio militar luchando en las colonias portuguesas de África durante la dictadura Oliveira Salazar y Caetano. Huiste de tu país como muchos jóvenes portugueses, hacia Europa. Te refugiaste en España, otra dictadura, en el País Vaso, luego en Valladolid. Trabajaste como encofrador y gruista en la construcción. Has sido un ciudadano responsable y comprometido con la clase trabajadora, y solidario con el movimiento obrero; ibas cuando, enfermo, podían llevarte a las manifestaciones en la silla de ruedas. Pero lo más admirable de ti es tu constancia y fortaleza a pesar de ser dependiente, víctima de una enfermedad degenerativa que desde 1997 paralizaba lentamente tus músculos.
Tu cuarto piso, 71 escalones, de Arca Real 63 se convirtió en los últimos años en una jaula que ha limitado tu libertad de movimiento. Empezaste en 1997 la batalla por el ascensor, cuando aún te valías, previendo el futuro. Durante 20 años luchaste junto a tu Martina, tu hijo y tus vecinos por un ascensor que, ni las leyes, ni los políticos, ni la burocracia lograban facilitarte. Menos de 6 metros cuadrados era necesario expropiar del bajo infrautilizado de 245 metros. Dos huelgas de hambre. En 2003, cincuenta días de ayuno y terminaste en el hospital, y otra, 2006, fueron noticia local y nacional. Concentraciones a la puerta de tu casa en señal de apoyo. 4 300 vallisoletanos apoyaron tu reclamación con su puño y letra.
Los propietarios del bajo, herederos de un conocido industrial de Valladolid, constructor del inmueble en 1968, se negaron a vender esos 6 metros. Luchaste contra la insolidaridad de un propietario egoísta que se agarraba con sus dientes a esos 6 miserables metros cuadrados. Una insensata toga no quiso o no pudo hacer razonar al propietario simplemente por humanismo y sentido común. Dos juicios perdidos. La propiedad privada, según la legislación vigente, está por encima de los derechos a una vida digna de los discapacitados y de los vecinos. Te visitaron una retahíla de políticos. Había que cambiar las leyes. Era agotador.
Llegaste a declarar: «Enarbolé la bandera de la lucha, he tenido que abandonar… y no estoy para ir peregrinando como peregriné por administraciones, despachos, organizaciones…». «Esta batalla quizá no habrá servido de nada, pero, por lo que se ve, he puesto un ladrillito para empezar… no dudo de que alguien en la sociedad, que no los políticos, cogerá la antorcha y seguirá tirando para seguir construyendo».
Muchos años de lentitud burocrática. Una vecina en silla de ruedas optó por cambiar de vivienda. Américo se conforma con asomarse a la ventana, «para no perder el contacto con la calle» y «ver cómo pasan los coches, la gente, los niños cuando van al colegio”. No mendigó nunca nada, ni pretendió que le regalasen nada, ni una casa, ni un ascensor, sino “que me dejen ponerlo”.
Cuando el Tribunal Superior te dio la razón ya estabas en fase muy avanzada de tu enfermedad, casi terminal, como dijiste. Y aún os pedían los propietarios del local 72 000 euros por los 6 miserables metros, que fueron tasados por 6 000. El ascensor se estrenó en enero de 2016. Y, para colmo, los propietarios del bajo, que tienen también un piso, no han pagado su parte alícuota a la comunidad de propietarios.
No te arredraste en tu encierro involuntario. Luchaste por tu salud y por tus derechos desde tu incapacidad física. “La enfermedad es mía. La sufro yo y no quiero hacer sufrir a los demás”. No te quejabas de los dolores permanentes. No querías amargar la vida a los tuyos. Callabas. Cuando aún podías, te hiciste un sistema de poleas para ejercitar los brazos; decenas de km diarios en la bicicleta estática; yoga diario; largos baños de relajación; gimnasia… Te gustaba que te ayudaran a salir a la calle mientras pudiste subir y bajar los 70 escalones, pero no eras exigente, no lo pedías.
Leer mucho, estar al tanto de las noticias, llamar por teléfono de tu lista a los amigos o familiares en sus cumpleaños, en Navidad… Y el libro de tu vida, «redactar”, dijiste, “una página en la máquina es una odisea, pero quiero terminarlo. Se lo dedicaré a mi hijo por una vida de lucha». Escribiste 400 páginas, hasta hace un año. Ya no podías más. Fuiste recto, no querías privilegios, pero sí justicia.
La justicia lenta es injusta. Apenas un año has podido gozar del ascensor, contra 19 de lucha. Salir de tu cárcel doméstica en la silla de ruedas, respirar el aire, ir a tomar un café a la plaza Lola Herrera en las Delicias. Os habéis sentido a veces impotentes luchando con tu comunidad de vecinos contra el egoísmo de un propietario inhumano. Has dejado un legado de comportamiento, un ascensor a tus vecinos que, ya mayores, también le necesitan. Abriste para el futuro en Valladolid y Castilla y León una puerta para otros casos similares, aunque poco lo disfrutaste.
Tu madre había sufrido mucho sus últimos días de vida. No querías para ti lo mismo. Hiciste el Testamento Vital. “Mi dignidad no me permite estar así”, dijiste a la doctora cuando, consciente de tu estado terminal, te sentías prisionero de una máquina de respiración y oculto tras una mascarilla. Fue en vísperas del 43 aniversario de la Revolución de los Claveles (1974) de Portugal. Volaste, sin duda, en tu coche de ruedas con un clavel asido entre tus dedos deformados a gozar del aroma de la libertad definitiva.
Llegaste a decir: «Sé que soy un estorbo, porque en mi estado no tienes un peso específico en esta sociedad». Sí lo has tenido. ¡Vaya que sí! Gracias por la constancia de creer y defender la dignidad humana frente a los egoísmos y las corruptelas de nuestro tiempo.
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